viernes, 15 de marzo de 2024

15 años en la Universidad de Cuenca

La Facultad de Psicología de la Universidad de Cuenca se fundó en noviembre de 2008. Ingresé a ella unos meses más tarde, los primeros días de marzo de 2009, reclutado por Antonio Espinoza que en ese entonces estaba al frente y batallaba con los inicios de la nueva dependencia. Agradezco aquella invitación. Entrar en la universidad fue un gran hito en mi vida. Ingresé con gran entusiasmo que cubría totalmente mi falta de experiencia, hoy tengo mucha experiencia que cubre a veces mi falta de entusiasmo que espero nunca desaparezca.

He tenido varias promociones de estudiantes, los suelo encontrar y el saludo típico es: "¡Profe!" De la mayoría recuerdo sus rostros, pero no sus nombres (salvo de mis primeros estudiantes posiblemente porque fueron los primeros). También hay de los que se hacen los desentendidos, posiblemente porque no llegué a todos o repitieron curso.

 

Aunque ha ido disminuyendo con los años, los primeros días de clases todavía suelo tener miedo de pararme al frente, sobre todo si son grupos nuevos. Aún me asusta ver tantos ojos analizándome, porque eso es lo que uno hace como estudiante: escanear todo. Me gusta enfrentar y domar mi pánico escénico.

 

Soy muy exigente conmigo mismo, a veces un tirano, pero, curiosamente, nunca he podido ser un tirano con mis estudiantes. He intentado, pero no he podido. Soy el que soy, y como decía Cantinflas: "cada maestrillo tiene su metodillo".

 

Trabajé con niños y adolescentes desde mis veinte años, hoy la veo como un tiempo de ensayo para la universidad. Aunque ganaba muy poco es de las épocas más bonitas de mi vida. En aquella época me gustaba dar clases con tiza. Hoy los marcadores la han reemplazado; me gusta garabatear en las pizarras (método aprendido de mis maestros). Los marcadores son una extensión mía. Difícilmente podría dar clases sólo hablando. En una universidad extranjera alguna vez vi que la pizarra cubría todo el ancho de la pared del frente y de la pared lateral. Sólo imaginaba lo bonito que sería dar clases allí, llenar todas las pizarras, ¡sueños locos de docente!

 

Uso también tecnología. Solía estar al tanto de todo, pero veo que cambia constantemente, corre más rápido que mis actualizaciones, presiento que no podré mantener el ritmo, quedaré obsoleto. Sólo espero que la tecnología no me reemplace.

 

La docencia me ayuda y me gusta porque no es un trabajo monótono (salvo calificar trabajos y  exámenes). Cada curso es único y cada día de clases también. Para mí es un remanso en medio de la locura de la vida. Aprendo de ellos, me ponen al tanto de las bondades y los problemas de su generación. Sin los estudiantes la docencia no tiene sentido. Como profesor sé de mis bondades y también de mis taras, pues no soy perfecto. He cometido muchos errores, los cuales me han ayudado a crecer.

 

Extraño aquellos primeros años de la Facultad, había un espíritu de compañerismo y camaradería; hoy la veo un tanto dividida. Debo aprender a aceptar las etapas de mi institución. A pesar de todo soy afortunado del trabajo que tengo. Mirando en retrospectiva, han sido unos buenos 15 años pues he crecido como profesor, investigador y persona.  Por otros ¡15 años más!

lunes, 1 de marzo de 2021

Miguel Ángel Miranda, mi profesor de pedagogía

 


Un día llegó a clases y nos dijo: “El hombre soltero es un animal incompleto, ¿y el casado?" Alguien repondio: "Un animal completo". Y él dijo:"No será mejor, ¡un completo animal!”. Y el primero en reírse fue él. Solía llevar sus chistes a clases, y todos nos reíamos, a veces no por el chiste, sino por su risa contagiosa.

En marzo de 2016 falleció Miguel Ángel Miranda Vintimilla, profesor de la Facultad de Filosofía, Letras y Ciencias de la Educacion de la Universidad de Cuenca, y de alguna manera la noticia me dolió. Muchos recuerdos salieron de golpe, han sobrevivido estos meses y surgieron las ganas de escribir algo de él. Ciertamente, cuando la gente muere, uno tiende a mirar su lado positivo. Como estudiante sé algunos de sus defectos, pero prefiero hablar de los buenos recuerdos, que son los que más importan.

De sus materias relacionadas con la pedagogía, me han quedado ideas generales, los detalles han desaparecido. Lo que al final siempre queda es el ejemplo: lo que enseñamos algo educa, más educa los que somos. Las palabras seducen pero el ejemplo impacta.

Lo conocí en 1998 en la Facultad de Filosofía. Tenía un carro Chevrolet San Remo rojo y viejo que usó por muchos años. Sólo en los últimos años lo cambio por uno nuevo (Nótese que los estudiantes, ¡todo observamos!). Al parecer en su juventud había estudiado para salesiano. Al inició me pareció un profesor un tanto antiguo, por sus lentes gruesos, grandes y oscuros, tipo “culo de botella”, además porque vestía siempre con ternito y una chompita por dentro.

Mi primer buen recuerdo con él tiene que ver con una calificación. Cuando nos devolvió una prueba me felicitó por la nota frente a todo el curso, lo cual me sorprendió, y a continuacion en forma de chiste, frente a todo el grupo, dijo: “!pero no se sonroje!”. Todo el curso empezó a reírse. Yo no sabía qué hacer con mi timidez, pues cuando uno no quiere sonrojarse, más lo hace. En aquellos tiempos me sonrojaba con facilidad. Desde entonces mi curso me miró de otra manera, había salido del anonimato que siempre me gustaba.

Era común verle con el diario El Comercio. Nos decía que debemos aprender a leer las editoriales del periódico porque ahí se expresan puntos de vista sobre la vida política, económica y social del país. Como profesor sabía que los egresados y graduados tenían problemas a la hora de encontrar trabajo, y por eso un día nos leyó una editorial sobre la educación y el desarrollo de la capacidad de pensar, y nos dijo finalmente: “posiblemente la mayoría de ustedes no van a trabajar en el área que están estudiando, sin embargo, siempre utilicen la cabeza; aunque sea criando cerdos, utilicen la cabeza”. Ese consejo siempre lo recordé, sobre todo luego que salí de la universidad y anduve peloteado en el mundo del desempleo.

También solía verlo con su revista de la National Geographic. Un día nos comentó sobre un reportaje de una ciudad patrimonio en algún lugar del mundo, y nos aseguró que Cuenca iba a ser patrimonio cultural de la humanidad; si aquella ciudad del reportaje era patrimonio, Cuenca tenía más razones para serlo. Efectivamente en 1999 se declaró a Cuenca como Patrimonio Cultural de la Humanidad. Las revistas que leía estaban en inglés, el cual había desarrollado en sus estudios en otro país.

Hablándonos sobre la corriente de la escuela nueva en educación, en una de sus clases nos leyó la introducción de Summerhill, de Alexander Neill, un libro que cuenta la vida de una de las escuelas alternativas más famosas del mundo, fundada en Inglaterra en 1921. Aquellas ideas de libertad en la educación, de elegir si jugar o entrar a clases, de incluso nadar desnudo en la piscina de la escuela, me impresionaron. Luego encontré el texto una librería de Bogotá y las ideas de Summerhill me marcaron en aquella época. Luego de algunos años, en la sustentación de mi tesis de licenciatura, mientras tomábamos un vino, le conté que leí el libro de Summerhill y que aquellas ideas me fascinaron, y me contestó: "Las ideas son interesantes, pero difíciles de aplicar en nuestras sociedades". No me gustó la respuesta. Actualmente, también yo reconozco que las ideas de Summerhill son fantásticas, pero muy difíciles de replicar en nuestros contextos.
 
Otro buen recuerdo. Había terminado la universidad y un día por curiosidad leí las copias de un amigo que estudiaba en la facultad, y descubrí algo familiar en el escrito; sentí como que conocía esa redacción, hasta que descubrí que era uno de los capítulos de mi tesis de licenciatura. Había entregado a sus estudiantes el capítulo sobre la educación personalizada que trabajé en la tesis. Les había dicho que es un buen trabajo de uno de sus tesistas. Fue una alegría inmensa. Aquel amigo no podía creer que el capítulo lo había escrito yo. Entender eso fue un fuerte impulso en la confianza de uno mismo. Me sentí importante.

Le gustaba pasear en la facultad con su buen amigo, Walter Auquilla, que falleció antes que él. Se buscaban al inicio de la jornada o en los recesos. Iban y venían por los largos pasillos de la facultad "dándole a la lengua". Hoy sé que es importante tener buenos amigos dentro de la universidad, amigos con los que uno pueda hablar del mundo académico y la vida, donde puedamos mostrarnos como somos, de lo contrario podemos sentirnos solos en esta selva académica cada vez más competitiva y llena de egos.

También fue parte del tribunal en mi primer concurso para ingresar a la universidad, que además perdí (fue bueno perder porque genera humildad). Una de las preguntas que me hizo y que no pude contestar tenía que ver con algo relacionado con Ignacio Martín Baró, el psicólogo social radicado en San Salvador, que yo en ese entonces ni conocía, en mi formación nadié me había hablado de él. Luego de unas semanas nos encontramos y me dijo: "No se preocupe por haber perdido en el concurso, así es esto, usted todavía está jóven, ya tendrá otras oportunidades". Y así fue.

La profesión docente es una de las más hermosa, pero también, una de las más ingratas. No es reconocida socialmente. Actualmente el docente es perseguido por todos lados y su actividad está en continua duda. Con frecuencia muchos estudiantes no valoran la entrega que realizan los buenos docentes. Con este escrito he querido agradecer a uno de los tantos profesores que me han impacto a lo largo de mi vida e intentar no ser ingrato.

Estimado “doctor Migicho”, esté donde esté, reciba un gran abrazo de uno de sus estudiantes que ha querido dedicarle unas palabras y contar las buenas cosas que recuerda de usted.

lunes, 1 de febrero de 2021

Edgar León Reyes, mi profesor de psicología

 

Conocí a Edgar León Reyes como estudiante de psicología en la Facultad de Filosofía, Letras y Ciencias de la Educación de la Universidad de Cuenca. El primer día me impresionó su seriedad y que fumara en clases con gusto.

 

Sus cátedras fueron las "corrientes psicológicas" y las "teorías de la personalidad" que las manejaba muy bien luego de varios años de enseñarlas. Me gustaba porque manejaba muy bien los fundamentos filosóficos, posiblemente por haber estudiado filosofía en su juventud como seminarista.

 

Fue un profesor estricto y muy exigente, pero no era abusivo ni mala gente. Los estudiantes de los cursos superiores se encargaban de pasarnos sus percepciones y decepciones, decían que sus cátedras era muy difíciles, que la mayoría reprobaba. Así empecé aquel ciclo en mil novecientos noventa y ocho, con mucho miedo frente a los horrores que había oído.

 

Una práctica educativa muy suya era tomar "lecciones orales" todos los días sobre las lecturas de los textos. Cada día los elegidos eran dos o tres estudiantes sorteados al azar de la lista. El elegido debía hablar sobre las lecturas. Él notaba rápidamente si se había leído, un par de preguntas bastaban. Una frase suya era: “¿usted está leyendo o explicándome?” No le gustaba que se lea el texto sino que se explique. Tampoco le gustaba que se falte a clases, quien lo hacía repetidamente, tenía perdido el ciclo. Era intolerante con la mediocridad. Argumentaba, con razón, que la formación de los psicólogos es mala, y, posiblemente, por eso era muy estricto.

 

A pesar de haber estudiado, mi primera nota con él fue muy baja, lo que me impactó, pues estaba acostumbrado a tener notas más o menos decentes. Tocó redoblar los esfuerzo y  sufrir todo el ciclo. Al final, varios pasamos, no así la mayoría que se iban retirando conforme pasaba el tiempo. El siguiente ciclo, Teorías de la Personalidad, fue un poco más fácil, al menos el temor inicial había desaparecido, creo que él también se sentía más tranquilo luego del primer filtrado. Al final de ese ciclo, mi nota del examen fue perfecta, lo que me alegró mucho, había pasado con uno de los profesores más exigentes y temidos de la Facultad, 

 

Odiaba los trabajo en grupo. Pensaba que sólo hay uno que trabaja y que los demás se benefician de las calificaciones. Dudaba de los docentes que en su metodología usaban constantemente los trabajos en grupo. No le gustaba que los docentes sean amigos de los estudiantes, "el docente está para dar clases y exigir, y los estudiantes para estudiar", decía.

 

Creía mucho en el positivismo y el empirismo. Era un defensor del conductismo en psicología y su aplicación en educación. Manejaba muy bien sus postulados. Sabía también que un problema de la formación de los psicólogos es el manejo estadístico, por lo que decía: "Los estadísticos no saben psicología y los psicólogos no saben estadística". Criticaba que hayan pocos tests adaptados en nuestro contexto.

 

Fue un hombre muy disciplinado. Daba clases en la Universidad de Cuenca las primeras horas de la mañana y de la tarde, el resto del tiempo trabaja en la Universidad de Azuay donde fue decano varias veces. Era muy puntual. Siempre llegaba antes a sus clases o reuniones. Casi nunca faltaba a clases. Mientras esperaba la hora de entrada le gustaba caminar, ir y venir por los pasillos con algún compañero, los últimos tiempos, en la Universidad de Cuenca, lo hacía con su amigo, Alberto Astudillo. 


Alguna vez quedé encargado por varios meses de la Junta Académica, y cuando él no podía asistir o tenía que salir antes, se acercaba y me pedía permiso (a mí, simple profesor, que había sido su estudiante). No era necesario, sin embargo, él lo hacía, lo cual siempre aprecié. En este sentido era sencillo, muy diferente a muchos profesores actuales, que faltan cuando quieren, no saludan, ni piden permiso.

 

No sé bien las razones pero odiaba a los pedagogos. Decía que complican las cosas en educación. Definía la pedagogía como "la reflexión de lo obvio", es decir, que cualquiera con sentido común sabe lo que debe hacer en educación: dar clases, ser puntual, programar, exigir que lean, reprobar si no rinden, etc. Siempre me quedó grabada una frase suya: "La teoría educativa viaja en jet, la práctica educativa en burro". Con eso resumía que los pedagogos viven en otro mundo, que complican el mundo educativo con sus teorías para nada obvias. Aunque, creo que se refería a los malos pedagogos, a esos que nunca han dado clases y planifican la educación desde sus escritorios, o a esos profesores que faltan constantemente y son pésimos en sus clases, pero que cuando llegan a cargos de poder, diseñan y exigen cosas que ni ellos han probado.

 

Como hombre de academia conocía las buenas y malas prácticas universitarias. Como decano conocía también la lógica de administrar una Facultad y lidiar con las bondades y, sobre todo, las limitaciones humanas. Comentaba que cuando se es decano, todos los que entran viene a reclamar o a quejarse de los demás. Sobre los cursos de graduación decía que son "un buen negocio económico pero un mal negocio académico". Los títulos de España no le convencían, como ejemplo contaba de varios estudiantes suyos que no eran muy buenos, pero que iban a España y en poco tiempo llegaban con maestrías y doctorados.

 

Alguna vez me dijo que se jubilaba, entre una de las razones porque la vida del docente se estaba burocratizando. Fue el momento en que, con los nuevos cambios que vivía el país, con las evaluaciones a las instituciones, los estándares y la categorizaciones, se vivía una atmósfera de miedo, había que hacer planificaciones cada vez complicadas y elaborar informes de todo. Estaba incómodo y, por supuesto, odiaba más a los pedagogos. Como una persona crítica, no se comía fácilmente el cuento de los cambios educativos, sabía que las modas en educación pasan, que los nuevos conceptos con aires de novedosos, pronto chocan con la realidad. ¡Cuánta razón tenía! 

 

Ser colega y compañero de trabajo fue una experiencia agradable. Por supuesto, había ese miedo y recelo que uno tiene con sus profesores; sin embargo fue respetuoso con los estudiantes que ahora éramos sus compañeros. Había que convencerle que éramos dignos de estar en la universidad. No sé si conseguí eso, siempre quise preguntarle si se acordaba de mí como estudiante, cómo era. Nunca me atreví. El miedo y la distancia no lo hicieron posible.

 

Ruth Clavijo, Karen Alarcón y yo, cuando por fin ingresamos a la universidad, invitamos a todos los compañeros a una cena para celebrar aquel evento importante en nuestras vidas. Para sorpresa nuestra, Edgar llegó, y allí, con canelazo y cuy con papás, festejamos ser profesores titulares de la Universidad de Cuenca.

 

Luego que se jubiló, un día nos encontramos en el Parque Calderón. Al cruzarnos la mirada, automáticamente levanté mi mano para saludarle: "¡Edgar!", grite. Creo se alegró de verme porque inmediatamente cruzó la calle, nos saludamos y empezamos a charlar. Entre bromas le dije: "¿por qué no ha ido a visitarnos en la universidad?". Y su respuesta me sorprendió, entre molesto y con dolor me dijo: "¿para qué?, si ya no se puede ni entrar en la universidad, al jubilarme me quitaron la tarjeta de ingreso". Me dolió la respuesta. Posiblemente es el gran problemas de nuestras instituciones que tienden a olvidarse de sus jubilados. La conversación estaba interesante, pero tenía que irse, su esposa ya había realizado la diligencia. Fue la última vez que lo vi. 

 

A lo largo de nuestra vida hay profesores que nos marcan, unos más que otros, en mi carrera universitaria, Edgar fue uno de ellos. Sólo quería compartir algo de lo que aprendí con mi profesor de psicología.

miércoles, 30 de diciembre de 2020

Carlos G Vallés, matemático y escritor

 

El 9 de noviembre de 2020 falleció Carlos G Vallés (1925-2020) en España, a los 95 años. Fue un jesuita español, matemático y escritor. Es por este último oficio que lo conocí en 1996 gracias a uno de sus libros (Al andar se hace camino), desde entonces he seguido sus pasos. Tenía un estilo interesante y sencillo de escribir, muy fácil de entender. Sus escritos tratan sobre espiritualidad, psicología y religión, están llenos de anécdotas de su vida, sobre todo de la India, país donde vivió cinco décadas.

 

Desde muy joven le gustaban las letras, pero por obediencia a sus superiores estudió matemática en la Universidad de Madrás en la India en la década de los cincuenta. Trabajó como profesor de matemática en la Universidad San Xavier de los jesuitas en Ahmenadab desde la década de los sesenta, pero siguió paralelamente con las letras -su primer amor-, y se dedicó de lleno a ellas una vez que se jubiló.

 

También fue bueno para los idiomas, aprendió inglés en la India y la lengua guyaratí (la misma lengua del Mahatma Gandhi), escribió muchos libros en esta lengua y también fue columnista los domingos en uno de los diarios de mayor circulación de la región: "Guyarat Samachar". Ganó muchos premios literarios en lengua guyaratí. Escribió posteriormente en inglés y español, este último le abrió las puertas a Latinoamérica.

 

Durante 10 años y de manera itinerante vivió con familias pobres de Ahmedabad como una forma de conocer a sus lectores; sólo iba en su bicicleta a las clases de matemática de su universidad. Esa experiencia fue importante en su vida, sobretodo aprendió a convivir con personas de diferentes creencias religiosas. Sus libros están marcados por anécdotas de esos años.

 

A inicios de este siglo, con más de setenta años, creó su página web (www.carlosvalles.com) donde escribía cada quince días. Por esos años, en su página encontré su correo electrónico y le escribí agradeciéndole por sus escritos. No esperaba contestación, pero me alegró encontrar en mi bandeja de entrada una respuesta suya. Luego de muchos años le volví a escribir, quería saber cómo se hizo escritor y esto fue lo que me contestó en 2012:

 

Gracias por todo lo que me dices, Claudio. Llevo ya muchos años en la Web, que emprendí cuando vi lo que era, y que podía hacerse tranquilamente desde cualquier sitio. He escrito muchos libros, más de cien, sobre todo en lengua guyaratí que no he traducido porque el ambiente en la India es muy distinto del de Europa. Llegué a mi estilo por la sencilla receta de escribir todos los días una hora, la primera de trabajo del día, escribiendo solamente por escribir y echando a la papelera inmediatamente lo escrito. La práctica es lo que forma. Y luego consuela mucho ver hasta dónde llegan esos escritos y el bien que pueden hacer animando a vivir.

Un fuerte abrazo,

Carlos

 

Finalmente, en 2016 le escribí por última vez, cuando vi que ya había pasado los noventa años y como una forma de despedirme, y esto me respondió:

 

Querido Carlos:

Cuando hace muchos años te escribí no creí que me respondieses, pero lo hiciste, lo cual fue bueno. Cuando puedo leo tu página, me gusta el estilo con el que escribes. Vi que ya cumpliste 90 años, lo cual me parece increíble, y lo más increíble que sigues escribiendo. Ojalá alguna vez sea un buen escritor como tú. Te envío un gran abrazo y mi admiración personal desde Ecuador en Sudamérica, desde una pequeña ciudad llamada Cuenca. 

Claudio

 

Gracias, Claudio, y que seas un buen escritor. Un proverbio indio dice: “El escritor se hace escribiendo.” Y un proverbio latino: “Ni un día sin una línea.”

Abrazos,

Carlos

 

Su último mensaje en su página fue el 1 de mayo de 2018, a los 92 años, y decía: "Ésta va a ser mi última Web. Estoy muy bien, pero son ya muchas Webs y además veo que me estoy repitiendo, y eso no me gusta. Gracias a todos y que Dios os bendiga".

 

Varias personalidades le han rendido tributo, entre esos, el mismísimo Narendra Modi, actual Primer Ministro de la India, originario de la región del Guyarat que con seguridad leyó sus escritos. Tuvo una larga y abundante vida, desarrolló hasta donde pudo sus cualidades. Solía decir que tuvo tres vidas en una: la primera como español, la otra viviendo en la India durante cinco décadas, y la tercera como jubilado y los constante viajes a Latinoamérica. Una vida interesante de uno de mis escritores favoritos. ¡Hasta siempre, Carlos! ¡Gracias por tus escritos!

domingo, 1 de noviembre de 2020

Breve visita a monseñor Oscar Romero

 

Con el cuerpo rígido, mirando a todos lados, con miedo caminaba por el centro de San Salvador. Ventas ambulantes en las veredas, busetas que van y vienen, motores que rugen y pitos que suena. El joven taxista que me llevó me dirige y hace de guía. Me explica cosas de la ciudad, que de otra forma ni me enteraría, en mis adentros pienso lo importante que es ser parte de la cultura.

Pasamos junto a una especie de mercado y en voz baja -como para que nadie escuche- me dice: "mire a la derecha". Más adelante me cuenta que es un mercado de cosas robadas. Que tiempo atrás llegaba la policía y pedía dinero a los vendedores, eran detenidos si se negaban; pero que ahora, la policía ronda el lugar y cuida a los vendedores porque de allí salen sus ganancias. Me comenta también los enfrentamientos que existen entre la policía y Las Maras, me dice que eso de los derechos humanos en El Salvador no se cumple mucho. 

Llegamos a una plaza en remodelación, que tiene cubierto su perímetro con planchas de zinc azul, la rodeamos y me vuelve a contar en voz baja que es el lugar de las prostitutas, que no sabe si luego de la remodelación van a seguir allí. En uno de los lados de la plaza está la iglesia El Rosario, el joven comenta que es chistoso porque allí, a los alrededores de la iglesia, caminan las prostitutas y los que las frecuentan. Ingresamos a la iglesia y me llama la atención lo bonita que es, su estructura es como un semicírculo con muchos vitrales de colores por donde la luz del sol ingresa.  

Seguimos el recorrido. Ahora visitamos un mercado de artesanías. Compro unas zapatillas tradicionales para mi hija, se ven bonitas. En el mercado, en vez de la típica música de pueblo, se escucha por un altoparlante la voz de monseñor Romero, es alguna de sus múltiples homilías grabadas; es un personaje importante y querido por este pueblo. Mi miedo no se ha ido. Sigo tenso. Estoy pendiente de mi billetera y celular. Incluso llego a pensar que el joven taxista podría ser un “mara”, pues en este país existen muchas pandillas. Lo miro analíticamente y lo veo seguro, al menos no parece alguien que me pueda robar.

Caminamos por otra calle, y las ventas a cada lado siguen. Veo una fila de puestos, muchas bananas y licuadoras, la gente toma allí sus batidos. No hay mucho orden ni mucho aseo. El chico vuelve a comentarme que por allí hay varias cantinas, donde la gente cuando cobra acude para emborracharse. Me apetece conocer el lugar, pero mi precaución es más fuerte.

Seguimos el recorrido y llegamos finalmente a la catedral de la ciudad donde están los restos de monseñor Oscar Arnulfo Romero, motivo de mi visita relámpago a la capital. Entramos por una puerta lateral, hay gente sentada, parece que en breve habrá una celebración, pero no es gente de pueblo, por sus rostros y trajes son de otra clase social; es difícil que la gente sencilla pague toda una cobertura con cámaras. Veo a personas bien vestidas y algunos con un audífono en el oído, como esos agentes de seguridad que uno ve en las películas. 

Al frente, a lado izquierdo de la catedral está la foto de monseñor. El chico me guía y me muestra un altar que no empata con las fotos de la tumba que yo había visto. Inmediatamente le digo que esa no es, él se queda perplejo y llama por celular a un amigo para consultar. Posteriormente entramos por otro lugar y bajamos a un subsuelo debajo de la catedral, y allí sí está la tumba detrás de un altar. 
 
Es una tumba única. Me parece bonita. A sus lados están cuatro reclinatorios, dos a cada lado. Los reclinatorios son unos muebles en los que uno puede arrodillarse para orar. Algo me invita a ponerme de rodillas, no obstante, una parte mas racional de mí, me dice que no pierda la cordura, me recuerda que actualmente he tomado cierta distancia del catolicismo. Me arrodillo y cierro los ojos, siento algo raro en la barriga. Una especie de fuerza despierta en las entrañas y sube hacia mi garganta, me vienen ganas de llorar. Mi cabeza está asustada y observa, sólo intento sentir, respiro y en silencio sólo siento. Poco a poco me voy calmando. Pienso en monseñor Romero, en su vida, en su muerte. Y extrañamente me viene a la mente los dólares que debo pagar al taxista; me da un poco de vergüenza, pienso que posiblemente más que ir a la tumba de monseñor, debí donar esa plata a los pobres. Y así como me arrodillé, ahora estoy parado y contemplando la tumba. Vuelvo a la normalidad. Intento mantener la calma. Algo extraño pasó. ¿Qué fue?, no lo sé, ¡realmente no lo sé!. Los psicólogos, acostumbrados a reducir todo, dirán que una descarga emocional; posiblemente un religioso dirá que fue un encuentro con “alguien”. 

Continúo escudriñando el lugar. Ahora miro la información que está a los lados donde se exhibe en fotos la vida de monseñor. Y así como llegamos, volvemos a salir.

Ahora recorremos la plaza frente a la catedral que está arreglada y bonita. Me comenta mi guía que hace poco la regeneraron. Pienso que esa es la plaza, que cuando se celebraba la misa para el entierro de monseñor, llena de gente sencilla y delegados internacionales, se ordenó disparar y todo se convirtió en un desastre.

Me viene a la mente que monseñor Romero fue puesto por sectores conservadores como arzobispo del San Salvador, era de su línea, apegado a la tradición. No obstante, se les viró, se puso al lado del pueblo oprimido, era su voz y defensor. Empezó, desde el evangelio, a denunciar las atrocidades que se cometían en El Salvador. Fue la piedra en el zapato de los poderosos, que finalmente lo callaron, matándolo. Pienso también en lo largo y lento que fue el proceso de canonización, no era querido en la curia romana; su proceso fue detenido durante mucho tiempo por los sectores conservadores dentro de la iglesia. Con la llegada del papa Francisco el trámite se agilitó y es beato desde el 2015 y santo desde 2018. Mucha gente desde su asesinato lo llamaba santo, Pedro Casaldáliga lo llamaba, “San Romero de América”.

Me quedé con las ganas de conocer el museo de la Universidad Centroamericana “Simeón Ocañas”, donde murieron los cinco jesuitas, entre ellos el filósofo y rector de la universidad, Ignacio Ellacuría, y el psicólogo, Martín Baró, un psicólogo que descubrí tarde y del que nadie me habló en mi formación; formación que ahora sé, se priorizaba la historia de psicólogos europeos y norteamericanos, de los nuestros, de los latinoamericanos, poco se sabe. 

El taxista me lleva de regreso al aeropuerto. En el trayecto paramos a comer unas  tortillas típicas de la zona, su nombre son las “pupusas”, unas tortillas de arroz o maíz. Cada país tiene sus particularidades, y la gastronomía no es la excepción.

Así finaliza mi breve visita a San Salvador, que surgió gracias al cambio arbitrario que una aerolínea hizo de mi regreso de México, me mandaron varias horas a San Salvador. Gracias al cambio, sin esperarlo, conocí la tumba de monseñor Romero, un ser humano dentro del catolicismo que admiro por su vida.

viernes, 4 de septiembre de 2020

Mi mesa del comedor

Fuente: www.colorearjunior.com

 

Llegué a casa luego de quedar varado en México por la pandemia y encontré que en mi ausencia la vida sigue. Mi puesto de trabajo estaba ocupado, desde allí mi pareja tenía sus clases por videoconferencia con un pizarrón improvisado y colgado en un librero. Mi hija tenía sus clases desde su cuarto en una computadora que por suerte no había vendido. El más pequeño recibía clases en el celular o la computadora de la hermana. La famosa Enseñanza Remota Emergente que dicen los especialistas se palpaba, no eran clases presenciales ni educación virtual sino una mezcla de las dos. 

    Desde entonces trabajo en la mesa del comedor. No había otra opción. Desde aquí aprovecho incluso para cocinar. Mientras trabajo escucho el sonido de las ollas, los timbres que interrumpen y avisan que ya es tiempo de revisarlas. Ahora mismo en la mesa anda una mermelada de mora y unas papayas que esperan la llegada de los niños que se levantan tarde por las vacaciones.

    Trabajar en la mesa del comedor no es nuevo, en mi niñez y adolescencia lo hice. Ninguno teníamos escritorio, la mesa del comedor fue nuestra mesa de trabajo. Allí andaban los cuadernos, libros, esferos, incluso los ceniceros cuando empecé a fumar. La rutina siempre era quitar el lugar de estudio, comer, y luego armarlo de nuevo. Si olvidábamos levantarlo, alguien lo hacía, con la consiguiente pérdida de la lógica que uno siempre tiene. "No molestes, para qué no has levantado", decían.

    Hoy, casi es lo mismo. La única diferencia es que ahora uso computadora para trabajar y soy el que tiene que cocinar. Esto último por cierto, desde que empecé el doctorado, ha sido de gran ayuda para no volverme loco, me ayuda a retornar a la tierra, a descansar de las lecturas y la escritura, a dejar la computadora por un rato. Aunque cocino desde muy jóven, no le tenía mucho cariño, el doctorado y la pandemia están haciendo que le coja un poco más de afecto. Ya cocino con más gusto y algo mejor que cuando era estudiante de pregrado y vivía solo. Al menos he pasado la prueba del paladar de los niños.

    Lo que estoy pensando y debo resolver estos días es cómo voy a organizar el comedor para el inicio de las clases en la universidad, porque tal como va la pandemia, seguiré trabajando desde mi mesa del comedor.

viernes, 21 de agosto de 2020

Así escriben: la experiencia de 53 escritores mexicanos

 

Lo vi de reojo cuando salía del local. Estaba parado sobre de un montón de libros como si me mirara. Su título me atrapó. Lo agarré, y, como con hambre, le eché un vistazo. Usé la técnica de "catar libros" que aprendí de mi maestro, Jesús Alonso: tomé  el libro, lo miré por fuera, analicé el índice, y leí algunos capítulos que me llamaron la atención. El libro me fascinó con su título, y las pequeñas lecturas corroboraron mi intuición. No me equivoqué.

 

Lo compré porque me interesa el misterio de la escritura, como decía García Márquez,  "la carpintería" de los autores. He encontrado cierto gusto a la escritura, y ahora que empecé la segunda mitad de mi vida quiero explorar ese camino, ya que dicen que escribir es leer dos veces. El libro lo conseguí en una librería de la Ciudad de México y se titula, Así Escribo, la compiladora es Delia Juárez. En el libro cincuenta y tres escritores mexicanos comparten su experiencia sobre la escritura. No conozco a ninguno de los escritores, pero el simple hecho que su experiencia este por escrito es de gran valor. Comparto una pequeña síntesis.

 

La primera gran conclusión que saco del libro es que no hay una receta única para llegar a ser un escritor. Si bien hay algunas coincidencias, cada escritor tiene su propio camino. Por ejemplo, algunos tienen rituales de preparación como fumar, tomar café, tener un vaso de jugo, música de fondo, tener una ventana; a otros les gusta leer antes un libro o las noticias del periódico como para calentarse. Algunos necesitan silencio, y otros escriben en medio del bullicio.

 

Para escribir no hay un horario fijo. Unos escriben sólo en la mañana, otros al final de la tarde, algunos en parte de la noche o toda la noche, incluso de madrugada. Alguno a cualquier hora. Una cosa interesante, la mayoría escribe todos los días, y, lo más importante, con ganas o sin ganas; lo importante es la disciplina.

 

Respecto a dónde escriben, la mayoría escribe en su casa. Han dedicado algún lugar para el vicio. La mayoría sentados, alguno de pie, incluso alguna escribe en su cama, esa es su oficina. Alguien escribe en la mesa del comedor por su amplitud. A otros les gusta también los bares, los hoteles, los aeropuertos, los aviones (alguien incluso ha comprado pasajes sólo para poder escribir durante el vuelo).

 

Muchos autores empezaron escribiendo en papel, luego pasaron a la máquina de escribir, y ahora escriben en computador; sin embargo, algunos todavía escriben en papel, incluso con pluma. Alguna autora perdió su pluma, y siente que escribir no es lo mismo sin su amada pluma.

 

La mayoría tiene una o varias libretas donde anotan ideas, hacen esquemas, ponen nombres a sus personajes. Las tienen en casa o las llevan siempre en sus bolsos, pues las ideas suelen surgir cuando ellas quieren, el foco se prende donde menos pensamos y no necesariamente cuando nos sentamos a escribir. Esto me recuerda a Kairos (la inspiración, el tiempo oportuno), aquel personaje de la mitología griega que tiene un copete de pelo adelante y que es calvo en la nuca. Las libretas servirían para agarrar las ideas cuando llegan de frente, porque si se las deja pasar, lo más seguro, es que no las recordemos.

 

Una cosa interesante: se escribe constantemente. No se escribe sólo cuando se está frente al papel. Hay una generación continua de ideas, se escribe y se corrige mentalmente, por eso la importancia de las libretas. Algunos viven rodeados con sus personajes: los ven, hablan con ellos, les preguntan cosas, miran cómo evoluciona y en algún momento se despiden. Se vive para la escritura, por eso algún autor para no volverse loco con la escritura constante, la corrección mental, tiene que hacer otras tareas para salir de la obsesión de la escritura continua.

 

¿Cómo lo hacen? Algunos se sientan y escriben todo lo que les salga ese momento, sin pensar mucho, para evitar al crítico que todos llevamos dentro; vuelven al siguiente día, corrigen y comienzan otra vez. Alguna, en cambio, se aguanta las ganas de escribir todo lo que puede, sólo cuando el deseo es irresistible, se sienta y escribe. Otra para escribir tienen que tener la primera y la última frase de la historia, mientras mentalmente no tenga eso, no inicia. A otros les ayuda la disciplina, tener un horario hace que escriban con ganas o sin ellas. Las ideas para escribir surgen de la vida misma, la mayoría tienen que ver con nuestra propia biografía; son las vivencias de la infancia que se han fermentado y transformado. Las ideas nos buscan, dicho de otro modo, a veces no elegimos los temas, sino que ellos nos eligen.

 

Una cosa importante de la escritura es la postescritura, es decir, el proceso de corrección. En esta etapa debe saltar el crítico que también llevamos dentro. La mayoría dedica un buen tiempo a la corrección, y una cosa interesante, la corrección de algún texto puede llevar años. Corregir también crea trance, es el afán de perfección. Alguno le gusta leer en voz alta los escritos para corregir, así le da ritmo. La corrección tiene por fin presentar la mejor versión posible del texto, por eso muchos son obsesivos con la corrección. Borges decía  que "publicaba para dejar de seguir corrigiendo".

 

Por lo que deduzco del libro, la mayoría de escritores sólo se dedican a escribir, no tienen que lidiar con tener otros trabajos para vivir, posiblemente porque ya pueden vivir de la escritura, o simplemente son de una clase económica que tiene sus necesidades básicas satisfechas. Algún escritor comenta que cuando era joven y tenía que trabajar, sólo trabaja 8 horas, no más, para poder dedicarse a escribir.

 

La mayoría escribe porque les produce placer. Algunos disfrutan del proceso; otros del resultado, de ver el escrito terminado, de saber lo difícil que fue. Otros escriben para huir del mundo, del tedio de la vida, porque escribir les divierte, les pone en trance. Para algunos la escritura es un vicio, como la del drogadicto que sólo vive para la droga, así el escritor organiza su vida para que gire alrededor del bello vicio de la escritura.

 

No hay una receta única para escribir, cada uno encontró la suya. Así escribo es un buen libro para entender cómo han hecho 53 escritores mexicanos para escribir. Espero les guste esta pequeña síntesis personal del texto, y si pueden, consigan el libro.

 

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