Conocí a
Edgar León Reyes como estudiante de psicología en la Facultad de Filosofía, Letras y
Ciencias de la Educación de la Universidad de Cuenca. El primer día me impresionó su seriedad y que fumara en clases con gusto.
Sus
cátedras fueron las "corrientes psicológicas" y las "teorías de
la personalidad" que las manejaba muy bien luego de varios años de enseñarlas. Me gustaba porque manejaba muy bien los fundamentos filosóficos,
posiblemente por haber estudiado filosofía en su juventud como seminarista.
Fue un
profesor estricto y muy exigente, pero no era abusivo ni mala gente. Los estudiantes de los cursos superiores se
encargaban de pasarnos sus percepciones y decepciones, decían que sus cátedras
era muy difíciles, que la mayoría reprobaba. Así empecé aquel ciclo en mil novecientos noventa y ocho, con mucho miedo frente a los horrores
que había oído.
Una
práctica educativa muy suya era tomar "lecciones orales" todos los días sobre las
lecturas de los textos. Cada día los elegidos eran dos o tres estudiantes sorteados al azar de
la lista. El elegido debía hablar sobre las lecturas. Él notaba rápidamente si se había leído, un par de preguntas bastaban. Una frase suya era: “¿usted está
leyendo o explicándome?” No le gustaba que se lea el texto sino
que se explique. Tampoco le gustaba que se falte a clases, quien
lo hacía repetidamente, tenía perdido el ciclo. Era intolerante
con la mediocridad. Argumentaba, con razón, que la formación de los psicólogos
es mala, y, posiblemente, por eso era muy estricto.
A pesar de
haber estudiado, mi primera nota con él fue muy baja, lo que me impactó,
pues estaba acostumbrado a tener notas más o menos decentes. Tocó redoblar los esfuerzo
y sufrir todo el ciclo. Al final, varios
pasamos, no así la mayoría que se iban retirando conforme pasaba el
tiempo. El siguiente ciclo, Teorías de la Personalidad, fue un poco más fácil, al menos
el temor inicial había desaparecido, creo que él también se sentía más
tranquilo luego del primer filtrado. Al final de ese ciclo, mi nota del examen fue perfecta, lo que me alegró mucho, había pasado con uno de los profesores más exigentes y temidos de la Facultad,
Odiaba los
trabajo en grupo. Pensaba que sólo hay
uno que trabaja y que los demás se benefician de
las calificaciones. Dudaba de los docentes que en su metodología usaban constantemente los trabajos en grupo. No le gustaba que los docentes sean amigos de los
estudiantes, "el docente está para dar clases y exigir, y los estudiantes
para estudiar", decía.
Creía
mucho en el positivismo y el empirismo. Era un defensor del conductismo en
psicología y su aplicación en educación. Manejaba muy bien sus postulados.
Sabía también que un problema de la formación de los psicólogos es el manejo
estadístico, por lo que decía: "Los estadísticos no saben psicología y los
psicólogos no saben estadística". Criticaba que hayan pocos tests
adaptados en nuestro contexto.
Fue un
hombre muy disciplinado. Daba clases en la Universidad de Cuenca las primeras
horas de la mañana y de la tarde, el resto del tiempo
trabaja en la Universidad de Azuay donde fue decano varias veces. Era muy
puntual. Siempre llegaba antes a sus clases o reuniones. Casi nunca faltaba a clases.
Mientras esperaba la hora de entrada le gustaba caminar, ir y venir por los
pasillos con algún compañero, los últimos tiempos, en la Universidad de Cuenca, lo hacía con su amigo, Alberto Astudillo.
Alguna vez quedé encargado por varios
meses de la Junta Académica, y cuando él no podía asistir o tenía que
salir antes, se acercaba y me pedía permiso (a mí, simple profesor, que había sido su estudiante). No era necesario, sin embargo, él lo hacía, lo cual siempre aprecié. En este sentido era sencillo, muy diferente a muchos profesores actuales, que faltan cuando quieren, no saludan, ni piden permiso.
No sé bien
las razones pero odiaba a los pedagogos. Decía que complican las cosas en
educación. Definía la pedagogía como "la reflexión de lo obvio", es
decir, que cualquiera con sentido común sabe lo que debe hacer en educación:
dar clases, ser puntual, programar, exigir que lean, reprobar si no rinden,
etc. Siempre me quedó grabada una frase suya: "La teoría
educativa viaja en jet, la práctica educativa en burro". Con eso resumía
que los pedagogos viven en otro mundo, que complican el mundo educativo con sus
teorías para nada obvias. Aunque, creo que se
refería a los malos pedagogos, a esos que nunca han dado clases y planifican la educación desde sus
escritorios, o a esos profesores que faltan constantemente y son
pésimos en sus clases, pero que cuando llegan a cargos de poder, diseñan y exigen cosas que ni ellos han probado.
Como hombre de academia conocía las buenas y malas prácticas universitarias. Como decano conocía también la lógica de administrar una Facultad y lidiar con las bondades y, sobre todo, las limitaciones humanas. Comentaba que cuando se es decano, todos los que entran viene a reclamar o a quejarse de los demás. Sobre los cursos de graduación decía que son "un buen negocio económico pero un mal negocio académico". Los títulos de España no le convencían, como ejemplo contaba de varios estudiantes suyos que no eran muy buenos, pero que iban a España y en poco tiempo llegaban con maestrías y doctorados.
Alguna vez
me dijo que se jubilaba, entre una de las razones porque la vida del docente se
estaba burocratizando. Fue el momento en que, con los nuevos cambios que vivía
el país, con las evaluaciones a las instituciones, los estándares y la
categorizaciones, se vivía una atmósfera de miedo, había que hacer
planificaciones cada vez complicadas y elaborar informes de todo. Estaba
incómodo y, por supuesto, odiaba más a los pedagogos. Como una persona crítica,
no se comía fácilmente el cuento de los cambios educativos, sabía que las modas
en educación pasan, que los nuevos conceptos con aires de novedosos, pronto
chocan con la realidad. ¡Cuánta razón tenía!
Ser
colega y compañero de trabajo fue una experiencia agradable. Por supuesto, había ese miedo y recelo que uno tiene con sus profesores; sin embargo fue
respetuoso con los estudiantes que ahora éramos sus compañeros. Había que
convencerle que éramos dignos de estar en la universidad. No sé si conseguí
eso, siempre quise preguntarle si se acordaba de mí como estudiante, cómo era.
Nunca me atreví. El miedo y la distancia no lo hicieron posible.
Ruth
Clavijo, Karen Alarcón y yo, cuando por fin ingresamos a la universidad, invitamos a todos los compañeros a una cena para celebrar aquel evento importante en nuestras vidas. Para sorpresa nuestra, Edgar llegó, y allí, con canelazo y cuy con papás, festejamos ser profesores titulares de la Universidad
de Cuenca.
Luego que
se jubiló, un día nos encontramos en el Parque Calderón. Al cruzarnos la mirada, automáticamente levanté mi mano para saludarle: "¡Edgar!", grite. Creo se
alegró de verme porque inmediatamente cruzó la calle, nos saludamos y empezamos
a charlar. Entre bromas le dije: "¿por qué no ha ido a visitarnos en la universidad?". Y su respuesta me sorprendió, entre molesto y con dolor me
dijo: "¿para qué?, si ya no se puede ni entrar en la universidad, al
jubilarme me quitaron la tarjeta de ingreso". Me dolió la
respuesta. Posiblemente es el gran problemas de nuestras instituciones que tienden a olvidarse de sus jubilados. La conversación estaba interesante, pero tenía que irse, su
esposa ya había realizado la diligencia. Fue la última vez que lo vi.
A lo
largo de nuestra vida hay profesores que nos marcan, unos más que otros, en mi
carrera universitaria, Edgar fue uno de ellos. Sólo quería compartir algo de lo que aprendí con mi profesor de psicología.